martes, 16 de febrero de 2010

Obama... ya vas tarde

No se en que consiste la reforma sanitaria de Obama. Lo reconozco. Y la verdad no creo que mucha gente lo sepa, pero lo que si saben es que la pretende hacer. Sea lo que sea, para mí, ya llega tarde.

Ultimamente son dos los encuentros que he tenido con algo relacionado con la profesión médica: gafas nuevas y dentista. Os lo cuento de manera cronológica:

Hacerse unas gafas os puede parecer lo más sencillo de este planeta, ¿verdad? Pues estáis más equivocados que yo. Me presenté en una óptica con la sana intención de renovar los cristales de mis aparatos de ver, porque los tenía tan rayados que cuando iba al cine no paraba de quejarme de que las películas estaban desenfocadas (nada más lejos de la realidad). 

Me acerqué al mostrador y le dije a la señorita que me gustaría hacerme unos cristales para las gafas que llevaba puestas. Me mira fijamente (por encima de sus gafas) y me dice: ¿ha traído receta? Mi reacción: ¿Eh? Amablemente me explica que, para hacerme unas gafas, hay que traer receta del médico y que por unos módicos 100 dólares el médico que tienen en la óptica me hace un chequeo y me extiende la receta. Yo le intenté hacer ver que yo soy español, y que en España no hace falta la receta del médico para hacerte unas puñeteras gafas, que en la óptica, hasta el repartidor de los pedidos, te puede medir las dioptrias de manera gratuita y que tu luego te haces los cristales.

Se sonrió (la muy cabrona) y con un, ya pero es que no estamos en España, dio por zanjada la conversación. Saqué la cartera y pagué, no me quedaba otra.

Experiencias dentífricas

Ya notaba yo hace unos meses, un ligero puntito marrón en uno de los dientes, y notaba cierta sensibilidad, pero no me preocupaba en absoluto ya que antes de venir me había hecho un repaso y tenía la boca mejor que la de Julia Roberts. Pues bien, desde el seguro médico que contraté en España me concertaron una cita con un dentista local. Yo estaba preocupado por que el dentista fuera alguien del estilo del médico/veterinario argentino de Los Simpson, y cuyo único título real fuese el de cocinero de un McDonald's.

Llegué a a clínica, y me encontré con una mujer de primeras un poquito arisca y con un acentillo raro. Me comenta que del seguro han llamado pero que el seguro solo cubre los primeros 80 dólares, que después de eso todo corría de mi cuenta. Yo, tranquilo, pensando que no iba ser más que una visita de cortesía, dije que por supuesto, y acto seguido ella extendió su mano pidiendo mi tarjeta de crédito. Giré mi cabeza y vi un cartel que decía: Las intervenciones se pagan antes de realizarlas. Me pareció exagerado, pero claro, como ya me había dejado claro la de la óptica, esto no es España.

Me senté en la salita de espera, y a los pocos minutos se asoma la buena mujer y me dice que el doctor Dimitry me recibirá en seguida. ¡¡¡Dimitry!!! El dentista es ruso. Vamos no fastidies. El corazón empezó a latirme más rapido y las palmas de las manos parecían la Fontana de Trevi. Ya me estaba viendo sin dientes y sufriendo una barbaridad durante la intervención porque el Vodka que me iban a dar a modo de anestésico no era suficientemente fuerte. Me sobrepuse y avancé con paso decidido hacia dentro pero manteniendo un ojo en la puerta de la calle.

Una vez dentro, se presenta el doctor Dimitry, un tipo muy majete, de unos 40 palos que me echa un primer vistazo a la boca. Me dice que me van a hacer una par de radiografías a las muelas y que ahora volvía. Me siento en una silla y aparece la enfermera/auxiliar. Si con el hecho de que fuera ruso el dentista ya estaba nervioso, la visión de aquella mujer me provocó mareos. No levantaba más de 1.50m del suelo, debía pesar cerca de 300 kilos y tenía más pelos en los brazos que un servidor. Un estilo Rigoberta Menchu, pero vestida de enfermera.

Ya sentado en el potro de tortura, aparece el doctor Dimitry y me enseña las radiografías. Según las estamos viendo me voy dando cuenta que cada radiografía que pasaba la de la entrada estaba haciendo ka-ching con la máquina registadora. Lo que yo creía un ligero puntito, tornó ser una caries que llegaba hasta la raiz. Pero no solo eso, en dos muelas adyacentes también tenía caries. Dimitry decide que la que es urgente es la de la raíz, y que una vez se ponga a taladrar veríamos el alcance.

En medio de la operación me comenta que es la peor situación posible de las que habíamos manejado y que en efecto era muy profunda, y que sin duda me tendrán que poner una corona. No estaba mal, en un país republicano me iban a coronar. Yo acepté con gestos ya que tenía la boca un poco llena de artilugios, y justo en ese momento, como de la nada, la recepcionista me planta en la cara el recibo por aquello extra que me tenían que hacer. Mi sorpresa fue mayúscula, y muchas preguntas rondaron mi mente: ¿cómo coño había pasado la tarjeta tan rápido? ¿de dónde había salido? ¿cómo esperaba que firmase en la posición en que estaba? y sobre todo ¿dónde cojones estaba el doctor Dimitry que ante la presencia de esta mujer se había evaporado?

Esa primera visita fue bastante bien. Dimitry me limpió esa muela y me puso un pequeño emplasto para aguantar hasta la próxima visita, en la que me tenían que arreglar dos caries y poner una corona temporal. Y ayer, esto tuvo lugar.

Yo ya no iba preocupado por el proceso, porque ya sabía como funcionaba, e incluso me llevé mi propio boli para firmar el recibo tumbado en la silla, pero lo que si me tenía mosca era lo mucho que me tenía que hacer en una única visita. En pocas palabras, estaba acojonado. Y la verdad, no tenía razones; en la visita anterior ni me enteré, pero claro, había sido solo una de las muelas. Tal era mi acojone, que cada vez que  me acercaba el torno a la muela, yo levantaba la mano izquierda para indicarle que me dolía. Mentira todas y cada una de las veces, pero yo no quería que me hiciese daño, y ya sabéis que más vale prevenir que curar.

Salí del dentista con todos mis dientes arreglados, y todavía con la sensación de la anestesia haciendo efecto, pero no me di cuenta de la cantidad que me habían puesto (a petición propia, lo sé) hasta que intenté comprar un cartucho de tinta para la impresora. La lengua me patinaba y no era capaz de concentrarme para decirle al pollo que me atendía el modelo de impresora. La babilla se me caía de entre los labios y era simplemente incapaz de expresarme correctamente. El dependiente me miraba con los ojos como platos, y ante tanta frustración decidí irme sin comprar el cartucho.

No cambio la cantidad de anestesia por nada del mundo. No sentí absolutamente nada salvo el ridículo al intentar comprar la tinta. Y eso, no duele.

3 comentarios:

  1. Andrés!!! te has dejado lo más emocionante. ¿Cuanto te costó la broma del dentista?.

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  2. eso eso!!! cuanto fue!!! que me tienes en vilo....!!!!!!

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