Ya desde primera hora de la mañana llevaba mi cámara preparada. Eran bastantes horas cargando con ella, pero no me importaba, merecería la pena. La cámara pasó por Los Ángeles, Beverly Hills y Westwood, para acabar, finalmente, en Hollywood.
El evento se había anunciado, tan solo, unos días antes pero ya no quedaban entradas. El Teatro Egipcio, había organizado una retrospectiva del mismísimo Quentin Tarantino, y en dos días proyectaban: Pulp Fiction, Inglorious Basterds y Kill Bill (en la edición integra estrenada en el Festival de Cannes), siendo las dos primeras las que precederían un coloquio con Mr. Tarantino.
Tras el visionado de esas dos pedazo de películas, un presentador sale al escenario para introducir al único e inigualable Quentin Tarantino. El teatro rompió en aplausos, la gente se puso en pie, y cuando giramos la cabeza a la izquierda, un tipo de altura considerable, peso sobresaliente, chandal verde y vaso de Coca-Cola tamaño Triple King del bar del teatro, hacía su entrada con un brazo en alto saludando al respetable. Ahí que saco mi super cámara que me habían traído los RRMM, y cuando le voy a dar al botón de disparar... me había dejado en casa tanto la batería como la tarjeta de memoria. ¿Se puede ser más retrasado?
Mis dos acompañantes, se reían de mi, y yo, para evitar la vergüenza, les mostraba con el dedo al gran Quentin, que ya llegaba a la altura de la pantalla mientras la gente seguía de pie, aplaudiendo. Se notaba que lo estaba disfrutando, y en vista de que, el mismo homenajeado no paraba el clamor, tuvo que ser el entrevistador el que amansase al público entregado.
Nos sentamos, y el entrevistador (crítico de la revista Variety) empieza a hacerle una serie de preguntas al gran Quentin. Él, tartaja a más no poder, es casi incapaz de dar una respuesta coherente a lo que le están preguntando. En ese momento me vino a la cabeza una simple pregunta: ¿Quién coño le da a este tío 40 millones de dólares para hacer una película, si no es capaz de enlazar dos palabras?
A eso de las 5 preguntas, Quentin empezó a sentirse más cómodo y a beber de la Coca-Cola que tenía en la mano, que hasta entonces servía de atrezzo, y es ahí cuando se desató la bestia. Empezó a hablar como si sólo él tuviera algo que decir, le cortaba al entrevistador, a los espectadores... hasta se cortaba el mismo.
En hora y media de monólogo, nos contó como fue la gestación de Inglorious Bastards: él había escrito la primera escena de la película hacía ya diez años, y le parecía tan buena (que lo es) que quiso completar el resto de película para esa escena. Pero la idea inicial era un comando americano, de soldados negros, que en protesta por el tratamiento que se les daba a los negros en su país, la lían parda y son llevados a Londres para ser ejecutados. Dijo que esto probablemente lo ruede a modo de precuela porque le parece complementario de lo que ya tiene.
Se declaró admirador, del cine de Howard Hawks, entre otros muchos, del espagueti western (no nos habíamos dado cuenta) y... de James Bond. En el momento en que empezó a hablar de James Bond, en el teatro desapareció todo ruido y la gente apuntó las orejas hacia el escenario. Dijo que la película que le habría gustado hacer es la adaptación de la novela de Casino Royal, pero con un James Bond de verdad; habría elegido a Pierce Brosnan (¡bien por Quentin!), y habría mantenido los detalles de las películas de Bond que hacen a Bond. No os miento cuando os digo que al decir esto la gente se puso a aplaudir.
Pero si a alguien admira Quentin, es a sí mismo. Está más satisfecho que Zapatero con su Alianza de Civilizaciones. Nos contó lo maravillosa y perfecta que es su filmografía y que no entiende que haya directores que se dediquen a filmar sin parar disminuyendo la calidad de sus producciones (puede tener razón). Dijo que hay que saber retirarse a tiempo y que cuando el tenga 60 le gustaría retirarse a Miami a escribir de cine; y me pregunto, ¿a quién no?
Bueno, Quentín hinchado como un zeppelin (en todos los sentidos) seguía hablando y hablando, sin pelos en la lengua, de todo aquello que se le pasaba por la cabeza. Eran cerca de la una y media de la madrugada y la gente (que al día siguiente trabajaba) empezaba a abandonar la sala. Ya un poquito cansado, el entrevistador, corto una de las diatribas del genial director y de manera más que hábil dio por finalizada la noche.
Saliendo del teatro, me daba cuenta de que había estado ante un Genio de esos de los que una generación habla a la siguiente y que marca una época. Y caminando hacia el coche, me paré en Hollywood Boulevard, y en un coche vi pasar al genial director. Miré hacia el suelo y bajo mis zapatillas relucía la estrella de Orson Welles.